lunes, 14 de noviembre de 2016

San Cristóbal - Asturias

A mediados de 1998, cuando el tendido eléctrico llegó a San Cristóbal, ya sólo vivía en la aldea un matrimonio de ancianos, los únicos habitantes que quedan en este lugar que parece olvidado del mundo. Atrás quedan tiempos mejores, cuando allá por los años ciencuenta tenía una población de ochenta personas repartidas en una docena de viviendas, en general bien conservadas, a las que algunos vecinos regresan esporádicamente para pasar temporadas y cuidar de las tierras.
Antes de llegar, el camino se antoja difícil y expresa con elocuencia el aislamiento en el que ha vivido la aldea, encajonada entre hondísimos valles invadidos por un silencio tenaz. A medida que la pista se acerca a San Cristóbal, asoman sobre la vegetación los brillantes tejados de pizarra de las casas, agrupadas a lo largo de un cerro. Antes de entrar, un coche invadido por las zarzas expresa la inevitable derrota de los objetos abandonados al vigor de la naturaleza.
El caserío, integrado por pajares y viviendas con sus correspondientes cuadras, discurre en torno a una sola calle que se ensancha para formar una especie de plazuela. Entre los edificios, levantados con lajas de piedra oscura, se conservan aceptablemente dos hórreos, que recuerdan la actividad agrícola del caserío. Al finalizar la calle, a mano izquierda se alza el caserón que desempeñó el papel de escuela y poco después se conserva la iglesia, un encantador templo rural precedido por un breve porche y coronado por el campanil. 
A partir de aquí, el camino se pierde en el fondo del valle y el entorno de la aldea adopta esa atmósfera de quietud ilimitada, apenas rota por el zumbido de las abejas en algunas colmenas y por el distante perfil del caserío de Selas, accesible a pie y también abandonado.

(Pilar Alonso y Alberto Gil)

Belchite - Zaragoza

Apenas diez días de 1937 bastaron para convertir Belchite en una amalgama de ruinas, fachadas erguidas y torreones mudéjares que aún exhiben las huellas de un feroz bombardeo, uno de los más intensos que sufrió población alguna, a excepción de Guernica, durante la Guerra Civil. La localidad, por su situación estratégica en las proximidades de Zaragoza, ya había sido escenario de otras batallas durante la invasión francesa y, tras el levantamiento militar encabezado por Franco, pasó a ser ocupada alternativamente por uno y otro ejército. El último asedio fue protagonizado por las tropas republicanas que sometieron a la población a un intenso fuego de artillería y mantuvieron después una lucha, casa a casa y cuerpo a cuerpo, con los nacionales, hasta que el pueblo quedó reducido a un montón de escombros y recuerdos doloridos.
Concluida la guerra, Franco quiso dejar una muestra patente de los daños provocados por el ejército de la República y sanear su propio desprestigio a raíz del bombardeo de Guernica. Y Belchite permaneció como estaba, acometiéndose la construcción de un nuevo pueblo para alojar a los habitantes de la villa, que habían alcanzado la cifra de 5.000 antes de la contienda.
A lo largo del siglo XIX, la villa contaba con 800 casas, numerosas iglesias y un convento, repartidas en un entramado de calles y callejas en las que transcurría una vida ligada a las tareas agrícolas, sobre todo a la producción de aceite. Parte de la población vivía de una afamada industria del estambre, hilo de lana con el que elaboraban medias y otras prendas. Décadas más tarde, el pueblo mantenía sus quehaceres diarios y al llegar la noche la gente acudía a los dos bailes, uno de los cuales se celebraba en el teatro local.
El arco de la villa da paso a una desolada calle Mayor que transcurre entre las fachadas, que dejan entrever viejos palacios. Una callecilla conduce a los restos de la iglesia de San Agustín, un hermoso ejemplo de mudéjar en el que destaca la torre, en buen estado. Entre las casas derruidas se alzan otras torres, como la del Reloj o la del templo de San Martín, con sus bellas estructuras de ladrillo en las que permanece incrustado algún obús.

(Pilar Alonso y Alberto Gil)