martes, 18 de octubre de 2016

Foncebadón - León

El continuo paso de los peregrinos que hacen este tramo del Camino de Santiago, tal vez uno de los más duros de la ruta jacobea, es lo único que altera la quietud del pueblo de Foncebadón, habitado en los últimos 25 años tan solo por una anciana y su hijo que aún trabajan las tierras con ayuda de un arado romano.
El clima frío y la pobreza del suelo, que producía únicamente centeno, patatas y forraje, contribuyeron al abandono de la localidad, pese a que a mediados del siglo XIX tenía más de 180 habitantes y en el año 1900 había alcanzado los 215 vecinos.
La historia del término está documentada en el año 946, en que se hizo donación de estas tierras al monasterio de Santa María de Tabladillo. Un siglo más tarde, el ermitaño Gaucelmo fundó aquí un albergue de peregrinos y comenzó a surgir el caserío, que creció alrededor del templo parroquial. En el siglo XIII el pueblo había alcanzado cierta importancia en la ruta jacobea y contaba con cuarenta y tantas casas, una abadía, hospitales y albergues de peregrinos, hoy ilocalizables entre los cascotes y la vegetación que se ha ido adueñando de las paredes.

Cruz de madera
Nada más entrar en el pueblo, en medio del camino y sobre un pedestal se alza una tosca cruz de madera, como advirtiendo al viajero de que transita por un escenario impregnado aún de cierto misticismo. A continuación, la calle principal sube entre cuadras y casas de piedra, cubiertas por techos ruinosos en los que se mezclan los materiales más diversos: paja, madera, pizarra y uralita. El centro del pueblo está ocupado por la iglesia de San Salvador, que exhibe su modesto campanil y está sometida actualmente a una rehabilitación "in extremis".
Tras bordear la iglesia, el Camino de Santiago sigue su andadura hacia el alto de Foncebadón y antes de dejar el pueblo, otra cruz de madera despide al viajero junto a unos tristes cercados de piedra.


( Pilar Alonso y Alberto Gil)

Las Casillas - Granada

La aldea de Las Casillas es un encantador caserío asomado a un espectacular valle que cae abruptamente sobre la costa granadina. Los montes que rodean el lugar, de buenas dimensiones, hacen de él un enclave minúsculo que se distingue gracias a las paredes blancas de las construcciones, apenas una mancha de claridad sobre los tonos oscuros de la tierra y las sombras de los barrancos que rodean la aldea y canalizan algunos pequeños arroyos. Precisamente en uno de ellos se encuentra el molino harinero, del siglo XVIII, accesible desde una pista próxima a la localidad.
El pueblo, abandonado hace más de 25 años a causa de su dramático aislamiento, está formado por dos hileras de construcciones muy pobres que aprovechan un repecho en los desniveles del terreno, flanqueadas por sendos callejones que atraviesan el caserío a lo largo. La calle central es la que ofrece un aspecto más desolador, con las fachadas de las casas en estado totalmente ruinoso, los muros en los que apenas se distinguen restos de alacenas y los suelos en un imparable y peligroso proceso de hundimiento.

Huertos y chumberas
En la otra calle, las edificaciones se conservan algo mejor y exhiben sus cubiertas de teja árabe y su rústica carpintería de madera. Al pie del caserío, un grupo de paredes de piedra y vigas de madera desmoronadas recuerdan vagamente la existencia de unas cuadras y la actividad ganadera del pueblo, también evidente en los establos que ocupaban los bajos de algunas viviendas.
Hoy, la única huella de la presencia humana en el entorno son pequeños huertos de patatas, tomates y pimientos, que comparten el terreno con los bancales de almendros, las masas de chumberas y las esbeltas pitas que han ido acaparando el paisaje. A lo lejos, el ruido de las esquilas de las ovejas rebota contra las laderas y alivia momentáneamente la soledad del valle.


(Pilar Alonso y Alberto Gil)