viernes, 9 de diciembre de 2016

Valdearnedo - Burgos

El camino hasta Valdearnedo transcurre por un paisaje de cerros erosionados en los que la lluvia ha puesto al descubierto laderas de tierra blanquecina y formas caprichosas, de aspecto lunar. La pista de tierra bordea un sinuoso cauce, que se abre paso entre paredes en las que, de cuando en cuando, asoman cuevas que lo mismo podrían ser antiguos habitáculos que el fruto del desgaste a lo largo de los siglos.
Por eso, cuando el viajero llega a Valdearnedo, ya está familiarizado con la desolación y el silencio que se han instalado en esta pequeña localidad, atenuados por la presencia de pequeños terrenos de cultivo.
En su mejor época, el pueblo alcanzó una población de veinte familias, repartidas en otras tantas casas y dedicadas a la cría de ganado: mulas, ovejas y vacas. La producción de legumbres y frutas, la caza de liebres y perdices y la pesca en los riachuelos del término, donde abundaban truchas, barbos y anguilas, hacía más llevadera la vida en este lugar aislado y de clima frío. Pero a mediados del siglo XX la ausencia de luz y agua corriente produjo la inevitable diáspora y en la década de los 80 el último vecino abandonó el pueblo.
El caserío, cuyo nombre figura a la entrada sobre una tosca tabla de madera, está formado por un conjunto de casas de piedra, varias en aceptable estado, que contaban con cuadras de grandes dimensiones en la planta baja. A lo largo de la calle principal se alzan los mejores edificios, que en algún caso exhiben el año de su construcción sobre el dintel de una ventana. En la parte alta se levanta la iglesia de origen románico, cuya pila bautismal permanece a buen recaudo en el monasterio de las Clarisas de Castil de Lences. El interior, completamente expoliado, muestra los fragmentos de los altares por los suelos y los huecos que ocupaban los capiteles, arrancados violentamente de su sitio por los saqueadores de turno.


(Pilar Alonso y Alberto Gil)

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